domingo, 27 de febrero de 2022

LAS GAFAS DE NABIL

 2º PREMIO XII CONCURSO DE CUENTOS INTERCULTURALES CIUDAD DE MELLIA 2021

Hacía un tiempo que aquel hombre aparecía cada tarde con su destartalado carromato y se ponía a rebuscar en la basura, pero hoy era la primera vez que no venía solo. Le acompañaba un niño de cinco o seis años a lo sumo y la observarlos de aquella manera, sentí una profunda desazón al ver reflejado en aquel pequeño a mi propio hijo que tendría más o menos su edad. Es verdaderamente injusto que aun viviendo en la misma ciudad las vidas de ambos niños fuesen tan diferentes y sus expectativas de futuro también. Aquel hombre, como yo mismo hacía, seguro que intentaba todo cuanto le era posible para darle a su hijo lo mejor, solo se necesitaba haber sido padre para saber eso.

Pasados unos días, cuando fui a depositar unos cartones en el contenedor azul aquella desfavorecida pareja surgió de nuevo al final de la calle para volver realizar su ingrata y poco rentable tarea. En su vetusto carro llevaban apilados algunos hierros y un par de electrodomésticos desvencijados. Me quedé mirando por un instante al pequeño nuevamente mientras volvía a pensar en lo desgraciada que era la vida para muchas personas por el simple hecho de nacer en un lugar diferente o en el seno de una familia humilde. Antes de volver a mi negocio, el hombre me preguntó si tenía alguna cosa que le pudiese servir, era fuerte y sería de mi edad, hablaba correctamente nuestro idioma aunque su acento le delataba como oriundo de algún país del norte de África. Le contesté que lo sentía mucho pero que no podía ayudarle y en ese momento el crío me miró y noté algo extraño en su tierna mirada. Era una mirada triste pero había algo en ella que en ese instante no supe determinar pero que me dejó pensativo. Estaba a punto de irme cuando recordé que en el bolsillo de la bata tenía un par de caramelos y se los ofrecí al pequeño. Una gran sonrisa iluminó su morena cara, los cogió con rapidez y se los acercó a sus ojos y fue entonces cuando me percaté de lo que pasaba. El niño era miope, no veía bien y eso era lo que hacía especial su mirada a través de aquellos enormes ojos negros. Me dio las gracias y se metió un caramelo en la boca y el otro en un bolsillo de su pantalón. Yo volví a la óptica pero sentí una profunda inquietud al pensar que podía y debía ayudar a aquel pobre crío y no conformarme con darle unos pocos caramelos.

Un par de días después, los volví a ver merodeando por los contenedores próximos a mi establecimiento y salí decididamente aprovechando que no estaba atendiendo a ningún cliente en ese preciso instante. Sin más rodeos me dirigí al hombre:

-Perdone, señor, ¿su hijo ve bien?

Él me miró durante unos segundos y luego, casi avergonzado, me respondió a la vez que agachaba la cabeza:

-Puede que necesite usar gafas pero no tenemos dinero para comprárselas y por ahora se las apaña bien así.

Me sorprendió su dominio del lenguaje y también esa desgarradora sinceridad. Mientras, el pequeño parecía estar esperando que le diese algún caramelo otra vez, sin duda para él yo era únicamente el hombre de las chuches.

-Por favor, vengan a mi óptica, le haré unas pruebas gratis.

El hombre no lo dudó, dejó aparcado su carromato junto a los contenedores, cogió de la mano a su hijo y ambos me siguieron hasta el otro lado de la calle. Dentro de la óptica le gradué la vista y resultó que el niño tenía tres y cinco dioptrías en cada uno de sus ojos. Era evidente que no veía bien y necesitaba unas gafas cuanto antes.

-Es usted muy amable, me dijo el hombre pero le repito que no tengo un euro como podrá imaginarse y desgraciadamente tenemos otras necesidades mucho más urgentes.

Yo no le respondí y le di al niño la bolsa de caramelos que estaba a medias. No sabía si iría a la escuela o no pero en la prueba que le hice demostró conocer bien las letras y hablaba perfectamente el castellano. A pesar de lo que pudiera parecer ambos demostraban una educación que ya quisiera yo para muchos de mis clientes habituales.

En cuanto se fueron me puse a hacerle unas gafas a aquel pobre chiquillo. Por suerte tenía unos cristales de esas características y solo tuve que limarlos un poco para hacerlos más pequeños y adaptarlos a una montura infantil. Antes de irme a casa ya las tenía acabadas y me sentí reconfortado de haber hecho aquello. Me imaginaba que no tardarían en aparecer por el  barrió y así fue, un par de tardes después los volví a ver rondando por los contenedores en busca de lo que para ellos podría ser un verdadero tesoro. Hacía frío pero los dos llevaban la misma desgastada ropa que las otras veces que había reparado en ellos. Salí a la calle rápidamente y le dije al hombre que le había hecho unas gafas a su hijo y que no se preocupara porque eran gratis pero que se las tenía que probar antes para asegurarme de que había acertado con la graduación que le había dado a los cristales.

-Muchas gracias señor, no sé cómo le voy a poder pagar este gran gesto, me dijo mientras hacía unas cuantas reverencias.

-No se preocupe, vamos a la óptica y a ver si el chico mejora su visión con ellas que es lo importante.

El niño estaba entusiasmado con sus gafas nuevas porque ahora veía hasta la última fila de las letras, nunca había visto tan bien y eso debía ser algo maravilloso para él. Una gran sonrisa iluminaba su cara pero tampoco se olvidó esta vez de suplicarme con su angelical mirada unos cuantos caramelos más.

-¿No te habrás acabado la bolsa que te di, no?, bromeé mientras le daba unos pocos más.

El hombre sequía deshaciéndose en agradecimientos, se veía una buena persona que por lo que fuese estaba pasando verdaderas dificultades pero tampoco quise indagar mucho más en su situación por si mis preguntas le incomodaban. No obstante le comenté si sabía trabajar en el campo y me respondió que sí, que en Marruecos era lo que hacía puesto que provenía de una pequeña aldea perdida en el Atlas y que no le importaría trabajar de lo que fuese por un techo y comida para su familia. No le prometí nada pero le dije que intentaría buscarle algo. Tampoco quise averiguar si tenían papeles o no porque seguramente no los tendría y eso le causaría una angustia innecesaria.

En mi pueblo cada vez había menos gente, el despoblamiento rural estaba haciendo mella y de los pocos que quedaban la mayoría eran personas mayores a las que trabajar la tierra ya se les hacía una tarea muy complicada debido a su avanzada edad y los achaques inherentes a ella. Pronto empezaría la cosecha de la aceituna y escaseaba la mano de obra, no había apenas jóvenes que quisieran realizar ese tipo de trabajos tan duros y poco retribuidos. Conocía a varios propietarios que podrían darle a esa familia un modesto jornal y un techo por trabajar para ellos puesto que en el pueblo había bastantes casas vacías que aunque viejas serían como un palacio para quien no dispone de otra cosa donde vivir. Un fin de semana me acerqué al pueblo y uno de esos hombres me aseguró que estaría dispuesto a darle una oportunidad a ese hombre a ver qué tal se desenvolvía en las faenas agrícolas. Antes de nada le advertí sobre su procedencia pero él me dijo que no tenía nada en contra de los moros, aunque solo con ese comentario ya se vislumbraba un cierto recelo aunque fuese de manera inconsciente.

Un domingo bien temprano llevé a Munir, que así se llamaba el hombre, al pueblo y estuvo trabajando todo el día en el campo a plena satisfacción del patrón, que quedó muy satisfecho tanto de su trabajo como de su forma de ser y entender las cosas. Ambos llegaron a un acuerdo y la familia se trasladaría allí para trabajar durante toda la campaña y quién sabe si luego podría ayudarle con otras faenas más dado que mi paisano tenía bastantes fincas y nadie de su familia dispuesto a continuar trabajándolas. Les ofreció una humilde casa que necesitaría algún que otro arreglo y el sueldo sería pequeño pero no les faltaría de nada y el niño además podría ir esos meses a la escuela del pueblo que, por otra parte, estaba falta de nuevos alumnos que ocuparan las cada vez más desiertas aulas, tanto que se rumoreaba que a este ritmo no tardarían en cerrarla lo cual sería una puñalada mortal para la población.

El domingo siguiente por la mañana, yo mismo acerqué en mi coche a la pareja y al pequeño Nabil que iba tan feliz haciendo aquel viaje, mirando por la ventanilla como si fuese a un lugar lejano y maravilloso. Su madre me contó agradecida que el niño estaba ahora mucho más contento desde que tenía las gafas porque lo veía todo mucho mejor y ellos también estaban más tranquilos al verlo tan feliz. Todo cuanto tenían lo habían empaquetado en un par de viejas maletas y para ellos aquello era la posibilidad de iniciar una nueva vida, una vida digna a lo que todo el mundo debería tener derecho.

De esta historia hace ya un par de años y ahora Nabil y sus padres siguen en el pueblo donde se han asentado parece que definitivamente porque además ya tienen los papeles en regla y no temen por ser deportados. Son muy apreciados por todos los vecinos por su laboriosidad y civismo aunque al principio tuvieron que superar ciertos recelos por ser extranjeros y practicantes de otra religión.

Durante este tiempo a Munir no le ha faltado el trabajo y Safiya ha hecho muy buenas migas con las mujeres a las que ha enseñado a elaborar algunos dulces típicos de Marruecos que ya son famosos en todo el pueblo. La tranquilidad de la que gozan ahora ha hecho que incluso la familia haya crecido y así hace poco vino al mundo Carmen lo que ha sido todo un acontecimiento en el pueblo puesto que hacía casi un año que no venía un crío al mundo allí. Decidieron ponerle ese nombre por la patrona del pueblo en agradecimiento a todos los vecinos por su buena acogida y trato.

Mientras tanto, Nabil ha demostrado que es un niño muy inteligente como ya lo intuí yo desde el primer día que lo vi con su padre y no ha tenido ningún problema en integrarse con los demás chicos de la localidad. Alguno empezó a llamarlo gafotas y morito al principio, pero pronto dejó de hacerlo al ver que Nabil estaba muy orgulloso de sus gafas y que gracias a ellas no tenía rival a la hora de leer o escribir en la escuela. No voy mucho por allí pero siempre que me ve por el pueblo espera con paciencia a que le ofrezca algunos caramelos y yo nunca me olvido de llevarlos encima para dárselos y poder disfrutar de esa mirada suya tan limpia e inocente a través de los cristales de sus gafas.

-¿Por qué le das caramelos a ese niño?, me preguntó la última vez mi hijo.

-Porque todos los niños deberían poder comer caramelos, ¿no te parece?

-Claro, fue su lógica e inequívoca respuesta.

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