2º PREMIO XIX CONCURSO DE RELATOS ”FRONTERAS” DE LA ASOCIACION DE RESIDENTES AFROMARECIANOS EN ESPAÑA AFRO
Ni las previsiones más pesimistas
de los científicos y movimientos ecologistas se habían siquiera acercado al
tremendo desastre que, en cuestión de solo unos pocos años y mucho antes de lo
previsto, estaba ocasionando el tan anunciado cambio climático en la Tierra.
Este fenómeno había desplegado todo su poder destructivo de manera brutal y fulminante
y había pillado con el paso cambiado a gobiernos y ciudadanos de todo el mundo.
El planeta parecía haberse hartado de la irracional actuación del hombre en las
últimas décadas y había decido tomarse la venganza de aquellos pobladores, que
en teoría, eran los seres más inteligentes que lo habitaban. Y por lo que se
estaba viendo, la Tierra estaba siendo implacable e inmisericorde con la
especie humana, que de manera inconsciente e incomprensible se había dedicado a
atacar a su propio planeta como si tuviese otro lugar alternativo en el que
vivir. El amplio catálogo de cataclismos y su alto poder destructivo dejaba
bien a las claras la superioridad manifiesta de la Tierra sobre la
insignificante especie humana que hasta ahora se había creído invulnerable. Justamente
se cumplía ahora una década de la tremenda sequía que azotó a todo el planeta y
significó el primer gran evento natural para el que hombre no tenía apenas respuesta.
La falta de lluvias vino acompañada de temperaturas elevadísimas e incendios incontrolados
que se propagaron por gran parte de las zonas boscosas y agrícolas provocando
la rápida desertización de millones de hectáreas y la pérdida de numerosas
cosechas. De manera simultánea y como consecuencia de lo anterior, el nivel del
mar se elevó rápidamente debido al deshielo en los casquetes polares y el agua
salada inundó gran parte de las zonas costeras anegando numerosas tierras de
cultivo, amén de contaminar innumerables acuíferos de agua dulce. Muchas
poblaciones fueron literalmente engullidas por el mar, decenas de islas
desaparecieron en cuestión de meses, millones de personas se quedaron sin
abastecimiento de agua potable y en definitiva, el caos se empezó a instalar en
toda la Tierra. Por si esto fuera poco, los incendios que en su mayoría eran de
enormes proporciones, emitían ingentes cantidades de partículas nocivas a la
atmósfera creando auténticas nubes tóxicas que causaban graves problemas respiratorios
en muchas personas y tremendas dificultades en la navegación aérea. Para completar
el desolador panorama y de manera diabólicamente sincronizada, terremotos,
erupciones volcánicas y otros desastres naturales localizados de manera
caprichosa por doquier, acabaron de inaugurar lo que ya se conocía como la Era
del Cambio Climático y que parecía tener todas las características propias de
un apocalipsis planetario. La población en muchos lugares del mundo vio como lo
perdía absolutamente todo y el hambre, la sed y las epidemias se extendieron rápidamente
por infinidad de territorios. Los más vulnerables, los enfermos y los ancianos
fueron presa fácil y las muertes como consecuencia directa o indirecta del
cambio climático se contaban por millones cada mes.
Las protestas contra unos
políticos poco previsores en el mejor de los casos, cuando no auténticos
ineptos en la mayoría de ellos, se iban incrementando así como el número de víctimas
mortales por el uso de la violencia en muchas de estos tumultos. Comenzaron a
ser frecuentes los saqueos a grandes almacenes de comida y se instaló un clima
de inseguridad ciudadana que era aprovechado por personas sin escrúpulos para
cometer todo tipo de actos violentos y delictivos. En la mayoría de los países
se decretaron los estados de sitio, alarma o emergencia con el despliegue
generalizado de sus respectivos ejércitos para intentar atajar el clima de
inseguridad y violencia que se había instalado. El mundo parecía estar en
estado de guerra permanente frente a un enemigo invisible a la par que invencible.
Tras dos años de un calor sofocante
que se mitigaba algo en invierno y en latitudes más septentrionales, el
caprichoso clima sufrió un giro brusco e inesperado y dio paso a un periodo de
frío intenso y aterrador, con incesantes tormentas de nieve, huracanes,
tornados, ciclones e inundaciones a diestro y siniestro. El súbito descenso en
las temperaturas provocó que el mar se congelara en amplias regiones de Europa,
América del Norte y zonas australes del hemisferio sur. Muchos países fueron prácticamente
borrados del mapa al haber perdido primero gran parte de su territorio costero
con la subida inicial del mar y posteriormente con la congelación de este. Casi
la mitad del planeta se convirtió en territorio inhóspito para el ser humano en
cuestión de cinco años. Esta rápida transformación fue demasiado rápida para
unos gobiernos lentos de reflejos e inoperantes y que no habían previsto este tremendo
cambio de escenario. El transporte quedó colapsado al ser casi imposible viajar
por mar y muy arriesgado hacerlo por aire, mientras que la mayoría de las
carreteras y vías férreas estaban intransitables gran parte del tiempo, ya
fuese por la nieve ya por accidentes que las bloqueaban. Además, los
combustibles empezaban a escasear de manera alarmante debido a las dificultades
en el suministro que finalmente tuvo que ser asumido por la mayoría de los
ejércitos que ahora estaban desplegados por las calles congeladas de medio
mundo. Los bienes de primera necesidad apenas llegaban a la población y ya eran
frecuentes en cualquier lugar las reyertas a muerte para conseguir víveres o
agua. A pesar del llamamiento a la calma
de las autoridades, en numerosos países, sobre todo del norte de Europa,
auténticas riadas de personas desesperadas comenzaron a desplazarse hacia el
sur en busca de poder sobrevivir ante aquellas inhumanas condiciones que no
parecían fuesen a mejorar, puesto que los científicos no auguraban en sus
pronósticos un cambio a mejor, sino todo lo contrario. Todas las previsiones
indicaban que aquella sucesión de sequías y temporales de frío se alargaría sine die sin que nadie pudiese prever ni
la duración ni la secuencia concreta de esos episodios. Los principales países
habían creado un organismo científico a nivel mundial para estudiar estos
inesperados cambios climáticos e intentar desarrollar tecnologías que
permitieran controlar de alguna manera los fenómenos meteorológicos. Sin
embargo estas investigaciones estaban poco avanzadas y no se preveía que
tuvieran fruto hasta, al menos, cinco o diez años en el mejor de los casos,
cuando tal vez ya fuese demasiado tarde.
Katia Larsson tenía 35 años y había vivido
toda su vida en Malmö, una importante ciudad en el sur de Suecia. Allí había
nacido, crecido y sido feliz durante muchos años. En su ciudad los inviernos
eran duros pero a lo largo del año, durante bastantes meses, el clima era
benigno y la calidad de vida era muy buena. Sin embargo, todo eso se fue al
traste desde que comenzó la Era del Cambio Climático. Malmö, como el resto de
Suecia, quedó congelada bajo una gruesa capa de agua, en parte salada y la vida
allí se volvió casi imposible. La gente intentaba sobrevivir pero pronto se
fueron dando cuenta de que aquella situación no podía prolongarse durante mucho
más tiempo sin que todos perecieran de frío o inanición. Katia era maestra pero
hacía ya unos cuantos años que no ejercía debido a que las escuelas suecas habían
tenido que cerrar sus puertas y ahora solo tenía un alumno, su pequeño hijo Olaf
que tenía ocho años y había nacido al comienzo de este infernal periodo. Katia
había perdido en estos últimos años a muchos seres queridos, primero fue su
padre, que ya estaba enfermo antes de que empezase todo, pero que no pudo superar
el primer año de intensa sequía y asfixiante calor unida a un extraño virus que
afectó sobre todo a los países escandinavos. Al poco, su madre siguió el mismo
camino y hacía tan solo unos meses, su marido y padre de Olaf había muerto a
disparos del ejército cuando miles de personas intentaban saquear unos grandes
almacenes en busca de alimentos. Esto fue un duro mazazo para Katia y solo la
presencia de su hijo le animaba a luchar por seguir viviendo. Estaba sola con
su pequeño, sin familia, sin apenas que comer y sin ninguna perspectiva que le
diera algo de esperanza para el futuro. Como muchos otros suecos se empezó a
plantear la opción de huir de aquel congelador hacia el sur, a zonas más
habitables porque ya no era solo la falta de alimentos, sino que el suministro
eléctrico cada vez sufría más cortes y siempre cabía la posibilidad de que la
interrupción fuese definitiva. El problema era que solo la franja central del
planeta, entre los dos trópicos, ofrecía unas mínimas condiciones de habitabilidad
para el ser humano y la población mundial se estaba concentrando de manera
masiva allí y ya estaban apareciendo otros problemas derivados de la superpoblación
y falta de recursos para todos. Sin embargo, para la gente del norte como Katia
no había otra salida que emprender un largo y arriesgado viaje hacia no se
sabía bien dónde. Como en otras épocas, la emigración era la única salida
viable para la Humanidad y su ancestral instinto de supervivencia y no habría
muros ni vallas con cuchillas que pudieran parar aquellas oleadas de gente
desesperada. Katia estaba al tanto de las expediciones que se organizaban para
abandonar Malmö en dirección primero a Copenhague y desde allí a Hamburgo.
Todavía, aunque a duras penas, funcionaba internet y gracias a eso pudo
alistarse en una columna humana que partiría a pie desde su ciudad a la capital
de Dinamarca. Aquel viaje lo había hecho ella muchas otras veces en su vida y
no duraba más de cuarenta minutos en tren, coche o autobús. Ambas ciudades
estaban unidas por el puente de Öresund y era un trayecto muy cómodo y agradable
hasta que el puente se vino abajo en distintos tramos por la caída de algunos
pilares, y los gobiernos, prácticamente inoperativos, no sabían o no podían
repararlo. Ahora los cuarenta kilómetros que separaban ambas ciudades los
tendrían que realizar a pie, casi siempre sobre el puente y otras veces sobre
el Báltico helado. Katia y Olaf se prepararon lo mejor que pudieron para
iniciar esta expedición hacia lo desconocido huyendo de una muerte segura.
-Vamos Olaf, coge tu mochila que
partimos, le dijo Katia a su hijo intentando que aquella expedición pareciese una
alegre excursión. El niño era ajeno a aquella zozobra pero ella tenía mucho
miedo de lo que pudiera pasarles por el camino. Con un nudo en la garganta y unas
lágrimas que empañaron sus ojos, cerró con llave por última vez la puerta de su
casa. Aquel sencillo gesto suponía enterrar para siempre buena parte de su vida
y sus recuerdos, abandonando el que fue su hogar a su suerte en mitad de una árida
estepa helada y solitaria. A los pocos metros, tuvo que soltar la mano de su
hijo para limpiarse los ojos y no pudo evitar girar la cabeza y contemplar por
última vez lo que fue una feliz morada durante muchos años de su vida. El
recuerdo de su marido, sus padres, sus amigos, su infancia, quedarían para
siempre en su memoria pero probablemente en pocos años, todo aquello que estaba
viendo ahora sería enterrado por alguna tormenta de nieve.
-Pronto volveremos otra vez, le
dijo a su hijo sabiendo que eso era tan solo un deseo y que hacerlo realidad iba
a ser prácticamente imposible.
Aquella expedición se había
organizado espontáneamente en internet por gente del barrio donde vivía Katia.
Muchos se conocían y todos iban con el mismo gesto compungido de tristeza y
resignación, bien abrigados y cargados con lo poco que podían llevar encima:
documentación, tarjetas, dinero en metálico, móvil y cargador, algo de comida y
un poco de ropa y calzado de repuesto en mochilas y maletas con ruedas. Iban
familias enteras, parejas sin hijos, jóvenes, ancianos, hombres, mujeres, nadie
quería quedarse ya en lo que se había convertido en una ciudad fantasma y
helada. El trayecto hasta Copenhague era relativamente corto y antes de partir
la columna, ya habían obtenido plaza en uno de los campos de refugiados que el
gobierno danés había instalado en las afueras de la capital para intentar
organizar el caos en que se había convertido la ciudad. Al menos dormirían allí
una o dos noches hasta conseguir billetes de tren hasta Hamburgo, aunque
siempre había que contar con las inclemencias del tiempo que podían retrasar el
viaje durante días o incluso semanas. El ferrocarril funcionaba de manera aceptable
pero a veces las vías quedaban sepultadas bajo toneladas de nieve y la
circulación tenía que ser suspendida sin que nadie supiese a ciencia cierta
cuándo se podría reanudar. Casi siempre eran los propios pasajeros los que,
armados de palas, quitaban a mano ellos mismos las montañas de nieve que
impedían el tránsito de los trenes. Sin embargo, en esta ocasión, el grupo de
Katia tuvo suerte y a los dos días de estar en tierras danesas pudieron
embarcar en un convoy con destino Hamburgo e hicieron el viaje sin incidencias
reseñables. Al llegar a la gran ciudad del norte de Alemania, la anarquía era
aún mayor debido a la presencia de decenas de miles de personas que confluían
en aquella gran urbe alemana con idea de continuar hacia el sur. El siguiente
destino solía ser preferentemente Düsseldorf, ciudad cercana a la frontera
belga, para luego pasar desde allí a Bruselas o directamente a París. En
Hamburgo el contingente sueco se disgregó y cada uno se buscó la vida como pudo
porque era materialmente imposible que un grupo tan numeroso permaneciese unido.
Katia y Olaf formaron un grupo más reducido con otras mujeres solteras y dos
parejas jóvenes con un par de niños pequeños cada una. Algunas se conocían de
antes pero otras habían trabado cierto afecto durante el viaje. La tristeza era
patente en todas ellas porque cada persona tenía una dura historia detrás y un
futuro incierto por delante, pero los adultos intentaban disimular ante los
pequeños para que aquello no pareciese un funeral y se extendiera una sensación
de esperanza que en realidad nadie se acababa de creer del todo.
-Cuánta gente hay aquí, mamá, me
da mucho miedo, le confesó Olaf en voz baja a su madre viendo la masa humana
que había.
-No te preocupes cariño, muy pronto
nos iremos a otra ciudad donde haga mejor tiempo y podamos vivir felices, te lo
aseguro, le contestó Katia mientras lo abrazaba con fuerza. Podrás ir a una
escuela con otros niños y jugar en la calle, ya verás qué bien te lo vas a
pasar.
El gobierno alemán todavía
funcionaba decentemente a pesar de las dificultades y las avalanchas de
inmigrantes que invadían sus ciudades. Era cierto que toda aquella gente estaba
solo de paso pero su sola presencia les obligaba a disponer de unas
infraestructuras y personal adecuados para atender a las miles y miles de
personas que huían del frío y la miseria del norte y este europeos. Obviamente,
también se contaban por millones los alemanes que estaban migrando al sur y
esto permitía a las diligentes autoridades germanas disponer de edificios vacíos
en los que albergar a las personas que transitaban por el país. Con su eficacia
habitual conseguían que la gente no estuviese muchos días en suelo alemán y de
esta manera evitaban trifulcas o revueltas por falta de alojamiento o comida,
aunque esta última ya tenía que ser racionada porque escaseaba bastante. El
grupo de Katia pronto comprobó que eran un blanco fácil para los ataques de algunos
militares sin escrúpulos que veían en aquellas suecas una presa fácil para
saciar sus más bajos instintos y para ello no escatimaban en el uso de la
violencia o la coacción aprovechando su autoridad. Una de las compañeras de
Katia sufrió un intento de violación en los servicios de la misma estación de
tren y otras tuvieron que padecer vejaciones y humillaciones para poder obtener
los billetes hacia Düsseldorf, la siguiente parada de la pesadilla que estaban sufriendo.
Al menos en Hamburgo estuvieron alojadas en un edificio en el que disponían de
camas, mantas y duchas. En Düsseldorf, al suroeste de Alemania, el gentío, si
cabe, aún era mayor que en Hamburgo porque a las personas de los países
escandinavos se unían muchas otras procedentes de Centroeuropa y Rusia. El
grupo de Katia ya era consciente de que su situación era bastante precaria y
decidieron unirse de nuevo a otro más numeroso de compatriotas en los que había
algunos hombres más con sus respectivas parejas y niños. Uno de los hombres era
un policía de Estocolmo que portaba su arma reglamentaria, lo que daba una gran
sensación de seguridad dentro del caos generalizado. Por fortuna, el grupo de
Katia no tuvo que esperar demasiados días en Düsseldorf para poder tomar un
tren a Bruselas, capital europea y lugar crucial de esta huída masiva del frío
y la muerte segura. Allí, las autoridades de la UE, que increíblemente aún
seguía operativa aunque a duras penas, habían montado un gran dispositivo para
atender el incesante flujo migratorio. La prioridad era facilitar el tránsito
para que las personas no se acumulasen allí y se produjeran incidentes ante la
falta de comida o techo donde guarecerse de las inclemencias meteorológicas.
Los trenes hacia París eran incesantes por tratarse de la única manera de
continuar el éxodo hacia la tierra prometida. No obstante, las colas para poder
obtener un pasaje en aquellos trenes eran interminables y el grupo de suecos
tuvo que permanecer casi una semana malviviendo en Bruselas alojados en un
pabellón deportivo hasta que consiguieron los billetes de tren a la capital
francesa. Durante esa semana fueron testigos de numerosas peleas para obtener
comida, agua o mantas y fueron conscientes de que pronto el caos se adueñaría
de aquel símbolo europeo y que ahora era tan solo algo parecido a un campo de
refugiados donde se podrían hacinar millones de personas desesperadas.
A pesar de que seguían su viaje
al sur, el tiempo no mejoraba lo más mínimo y al llegar a París una intensa
tormenta de nieve y granizo les dio una irónica bienvenida. Si en Bruselas o
Düsseldorf había gente, en París había mucha más porque también era el punto de
llegada para todos los británicos e irlandeses que huían de las islas. El grupo
de Katia constató nada más llegar que sería casi imposible obtener un billete
de tren hacia la frontera española en un tiempo razonable debido a la gran
demanda y escasa oferta de asientos. No tardaron en averiguar que existía una
especie de mercado negro para el transporte de personas en autobuses y camiones
equipados con ruedas para el hielo y que, si bien eran bastante caros, lentos y
peligrosos, se convertían en su única vía de escape de la ciudad parisina a
corto plazo. Entre todos los suecos del grupo consiguieron reunir la cantidad
de dinero necesaria para alquilar un autobús que los llevaría hasta Irún, ya en
territorio español. Tuvieron que pagar una cantidad desorbitada pero no quedaba
más remedio si querían salir de la ratonera en la que se había convertido
París. Al iniciar el trayecto pudieron apreciar como milagrosamente, la Torre
Eiffel aún permanecía en pie semienterrada en nieve, desafiando a los
temporales, aunque ahora nadie se molestaba en acercarse a los Campos Elíseos a
visitarla. Katia no pudo reprimir unas lágrimas al recordar a su marido y el
maravilloso viaje de novios que los trajo a París cuando la vida aún les sonreía.
Las condiciones de las carreteras para circular eran muy complicadas por el
hielo, desperfectos, vehículos averiados o abandonados y el fortísimo viento
que se había adueñado de las llanuras galas. Sin embargo aquel día el sol se
hizo un hueco en el nublado cielo y eso alegró a los expedicionarios que
llevaban bastantes días sin ver un mísero rayo solar. Desde que salieran de
Suecia, habían perdido algo de peso y bastante dinero en el transporte y en
adquirir comida, aunque al menos nadie había sufrido ninguna enfermedad grave
aunque bien es cierto, que los hospitales y servicios sanitarios, aunque no
daban abasto, trabajaban todavía con cierta eficacia a pesar de que muchos de
sus trabajadores también habían decidido marcharse al sur.
Salieron de París bien temprano
en un autobús que parecía bastante moderno y cómodo pero a los pocos minutos
comprobaron que el vehículo no podría ir muy rápido si no querían sufrir algún
derrape por el hielo. El conductor no pasaba de los 30-40 km/h y a ese ritmo ya
advirtió a los pasajeros que deberían hacer noche en Limoges, una ciudad en el
centro del país situada a medio camino entre París y la frontera española a
unos 400 kilómetros de distancia de ambos puntos. Allí dormirían dentro del
propio autobús para que el chófer descansara y evitar los peligros de la noche
en mitad de una carretera que más bien parecía una pista de patinaje. Las
previsiones del conductor se cumplieron a pesar de algunas paradas obligadas
por accidentes que bloqueaban la marcha durante interminables minutos, aunque el
radiante sol mitigaba en parte aquel triste peregrinaje. Hicieron noche en una
desangelada área de servicio donde pudieron comer y beber algo pagando los
bocadillos a precio de caviar, pero así era el mercado y la ley de la oferta y
la demanda que no entiende de necesidades ni de emergencias humanitarias y más
bien aplicaba aquello de a río revuelto, ganancia de pescadores.
A la mañana siguiente, bien
temprano, partieron hacia Irún con la ilusión de que la situación mejorase
conforme se acercaban más al sur de Europa. Sin embargo, aquella mañana, al
poco de arrancar la marcha, comenzó a diluviar y el limpiaparabrisas del
autobús no era capaz de evacuar toda el agua nieve que golpeaba la parte
delantera del vehículo. La velocidad, si ya era lenta, comenzó a serlo aún más
para no tener una desgracia. Algunos autobuses y camiones decidieron parar en
la cuneta a la espera de que amainase el temporal pero el chófer de la
expedición sueca decidió continuar aunque fuese a paso de tortuga. El tiempo
mejoró un poco y por fin, ya bien entrada la noche, llegaron al paso fronterizo
de Irún donde se acumulaban camiones y autobuses cargados de rostros pálidos y
demacrados que miraban con total ausencia y cansancio a los policías de la
frontera.
El autobús, siguiendo
instrucciones del operativo que organizaba la llegada de los inmigrantes,
aparcó cerca de un polideportivo donde les esperaban efectivos de la Cruz Roja
que acompañaron a los fatigados escandinavos dentro de la instalación cubierta
donde, al menos, estarían al abrigo del frío polar de la noche. Allí ya había
bastantes personas y era patente que las autoridades españolas a voluntad,
estaban desbordadas ante las avalanchas humanas que no cesaban. Katia y sus
compañeros recibieron un bocadillo y un botellín de agua al entrar al recinto y
les asignaron unas colchonetas en el suelo donde podrían dormir al menos esa
noche, porque nadie sabía que pasaría al día siguiente. El deseo de todos era
continuar la marcha sin mayor dilación pero a veces eso no era tan fácil.
Después de algunos días, Katia pudo ducharse y asear un poco a Olaf. Ya se
habían acostumbrado a convivir con la falta de higiene por lo que aquello
parecía todo un lujo. Aquella noche podrían dormir más tranquilos y con mejor
ánimo porque ya habían completado buena parte del camino.
-Ya estamos en España Olaf, en el
sur de Europa, muy pronto dejaremos de viajar y podremos quedarnos a vivir en
un sitio nuevo y muy bonito, donde seremos felices, le contaba Katia a su hijo
mientras este se quedaba dormido abrazado a su inseparable oso de peluche.
La idea de todos era llegar
cuanto antes a Madrid y de ahí al sur de España donde había varias
posibilidades de pasar al continente africano. La situación en la Península
Ibérica no era tan calamitosa como en la mayoría de los países europeos y
algunos de los que huían del norte preferían quedarse aquí durante una
temporada antes de dar el salto al continente africano. Pero el Gobierno
español, ante la presión popular, impedía la estancia durante más de dos meses
a todos los emigrantes, que a pesar de ser ciudadanos europeos, debían seguir
su camino o volver a su lugar de origen, cosa que todos sabían que era totalmente
impensable. A pesar de esta prohibición, el sur de España y Portugal se había
llenado de europeos que al contrario que en décadas anteriores, no eran
turistas con alto poder adquisitivo que dejaban gran cantidad de divisas, sino
pobres desgraciados que venían con lo puesto y necesitaban ayuda humanitaria de
manera continuada lo que provocaba un gasto tremendo al gobierno español. En
España se había instalado una economía de guerra al derrumbarse los dos pilares
básicos de su crecimiento, el turismo y la agricultura. No obstante, de momento
las condiciones climáticas eran menos adversas que en el norte y todavía se
podían cultivar la mayoría de las tierras y obtener cosechas que paliaban el
hambre que acechaba a todo la población, aunque se trataba de producciones más
que nada para autoconsumo en la mayoría de los casos. En zonas costeras incluso
se podía salir a pescar aunque con gran peligro por las difíciles condiciones
marítimas casi todos los días. Los transportes también se habían resentido
bastante pero funcionaban mejor que en otros países europeos y eso permitió a los
migrantes suecos llegar sin muchas dificultades a Madrid y desde allí, sin
tener que esperar mucho tiempo, a Andalucía. Algunos estaban decididos a seguir
sin más dilación su ruta hasta los países africanos donde la vida era mucho más
llevadera debido al clima más benigno, por esta razón muchos de ellos fueron hasta
Algeciras para intentar cruzar el estrecho. Otros preferían descansar una
temporada en estas tierras menos castigadas por la cruel meteorología y
llegaban a las grandes ciudades andaluzas donde los antiguos Centros de
Internamiento de Extranjeros, se habían transformado en lugares de acogida para
europeos. No obstante, la convivencia era ya muy complicada porque los robos,
ajustes de cuentas y demás actos violentos se sucedían cada vez de manera más
continuada, creando una sensación de gran inseguridad en la población local.
Además las condiciones climáticas poco a poco también estaban haciendo mella en
esta parte de España que se había librado de lo peor en un primer momento pero que
ahora ya estaba sufriendo los rigores de las nuevas pautas meteorológicas.
Katia y Olaf junto con otras
familias suecas decidieron acercarse a la costa para averiguar la mejor manera de
pasar a África por vía marítima ya que, a pesar de que había algunos vuelos, el
precio prohibitivo impedía que personas sin grandes recursos económicos pudiesen
hacer el viaje en avión y además eran frecuentes los accidentes aéreos
ocasionados por los numerosos tornados y vendavales, lo que retraía a mucha
gente de usar este medio de transporte.
Y ahora venía lo más complicado
de este calvario. Marruecos se había blindado y sus autoridades habían
prohibido la entrada de más europeos. El país se había convertido en la
principal puerta de entrada de los inmigrantes y los países de llegada en el
centro del continente habían presionado a las autoridades marroquíes para que
cerraran sus fronteras marítimas y terrestres de Ceuta y Melilla e impedir así la
entrada de más gente, dado que la situación en esos países al principio era
buena y acogían con agrado a los nuevos pobladores pero ahora habían comprobado
en sus propias carnes los problemas que ocasionaba la superpoblación y la
emigración incontrolada y estaban alcanzado niveles críticos de superpoblación.
Eran países muy limitados en recursos y no estaban preparados, ni mucho menos,
para estas continuas avalanchas. Al principio, vieron una oportunidad de
progreso al recibir a personas cualificadas y que podían levantar las economías
locales, y los primeros años así fue, pero poco a poco, la llegada de más y más
personas acabó colapsando unos servicios públicos cuya estructura era demasiado
endeble o casi inexistente. Otra paradoja que se dio fue ver como Marruecos
instalaba vallas con cuchillas en los pasos fronterizos de Ceuta y Melilla para
que las ciudades norteafricanas no sirvieran de coladero para acceder a suelo
marroquí. Además, la guardia real no dudaba en disparar a los desesperados que
se atrevían a intentar cruzar la valla aunque a veces lo lograban a base de
jugarse el pellejo. En esta coyuntura, no era de extrañar la proliferación de
mafias en el sur de España y en el norte de Marruecos para el traslado
clandestino de migrantes europeos a las costas africanas a través de pequeñas
embarcaciones a motor. Las hasta hace pocos años conocidas como pateras volvían
a surcar las aguas del Estrecho de Gibraltar pero esta vez en sentido
contrario. Era un trayecto corto pero caro y sobre todo muy peligroso, tanto
por las condiciones del mar y la falta de escrúpulos de las mafias, como por la
vigilancia de las patrulleras marroquíes que no se andaban con miramientos y ya
habían disparado a más de una de estas frágiles embarcaciones. Se contaban por
centenares los muertos tanto por estos incidentes, como por los naufragios que
se producían inevitablemente cada cierto tiempo y era frecuente la aparición de
cadáveres en las playas andaluzas, ahora casi desiertas de turistas. La gente
que lograba pisar suelo de Marruecos luego debía comenzar la última etapa del
viaje, pero sin duda la más dura y peligrosa ya que tenían que atravesar países
menos desarrollados y con menor seguridad. Algunos elegidos podían quedarse en
el país marroquí como residentes pero este privilegio solo estaba al alcance de
personas de muy alta cualificación profesional.
El pequeño grupo de Katia y Olaf
llegó a las inmediaciones de Motril con la intención de cruzar el estrecho
aunque el miedo en todos ellos era evidente y no acababan de decidirse. Alguien
tenía información de que en algún cortijo cercano a la ciudad, una ONG sueca
albergaba a personas de manera altruista mientras intentaban cruzar el
Mediterráneo. Tras unas horas de búsqueda desesperada, lograron encontrar el
cortijo en una de las colinas que rodean Motril. En el refugio ya había algunas
personas recuperándose antes de continuar con su viaje más al sur todavía. Allí
les recibió Sven, que a pesar de su nombre escandinavo resultó ser un menudo
hombre de raza negra que rozaría los
cincuenta años de edad. Su barba blanca que recordaba a la de Nelson Mandela o
Morgan Freeman, vaya usted a saber, le daba un aspecto de bondad que luego
comprobaron que era totalmente merecido. Más tarde, Katia, hablando con él,
conoció su increíble historia personal que encerraba cierto paralelismo con la
suya. Los padres de Sven llegaron desde Costa de Marfil hasta Suecia
atravesando medio mundo en busca de una vida digna. Allí nació Sven, en Malmö,
como ella y Olaf. Sven era médico y había decidido ayudar a los europeos que
huían del inhóspito norte y montó una red de refugios en el sur de España para
dar cama y comida a la gente que necesitaba un descanso antes de cruzar el
Estrecho. Katia tenía mucho miedo de pasar a África, sobre todo por su hijo y
no se lo ocultó a Sven, que la tranquilizó al respecto:
-Puedes quedarte el tiempo que haga
falta. Mientras, puedes ayudar en la acogida a los nuevos refugiados y dar
clases a los niños.
A Katia no le pareció mala idea
quedarse por el momento en Motril. Podía ayudar a otras personas y retomar su
vocación de maestra, la idea de la escuela le produjo una alegría tan grande
que no recordaba ya cuando fue la última vez que había sentido algo parecido.
Las condiciones de vida eran bastante duras y poco confortables comparadas con
la vida que llevó en Malmö en los buenos tiempos pero tampoco se podía quejar,
no le faltaba un techo y tres comidas diarias, y sobre todo, veía a su hijo contento.
aprendiendo y jugando con otros niños. Los meses pasaban y la meteorología empeoraba
cada vez más también en Motril, donde el turístico nombre de Costa Tropical era
un macabro recuerdo del pasado. El flujo de personas hacia el sur era incesante
y en pocos años gran parte del hemisferio norte quedaría casi despoblado. Katia
se había adaptado bien a aquella nueva vida al igual que Olaf y allí eran
felices ayudando a los demás, sobre todo a los niños que llegaban cansados y
asustados. La escuela funcionaba a pleno rendimiento y Katia tenía cada vez más
alumnos. Una noche, en un momento de descanso la mujer le preguntó a Sven por
qué seguía allí y no volvía a su país.
-Mis padres me contaron que
cuando salieron de África, lo pasaron muy mal, sufrieron muchas penalidades y casi
mueren al cruzar el Estrecho en busca de una vida digna en Europa. Se toparon
con gente cruel y despiadada pero la gran mayoría fue generosa y les ayudó desinteresadamente.
Por circunstancia de la vida llegaron hasta Suecia y allí fueron felices y
guardan muy buenos recuerdos de esos años en Malmö. Hace tiempo que regresaron
a Costa de Marfil, son muy mayores y no pueden estar aquí colaborando como
sería su deseo. Por eso lo hago yo, quiero devolver toda la solidaridad que ellos
recibieron, es mi obligación ayudar al que solo busca simplemente vivir, como
lo hicieron mis padres en su día. No sabemos si esta situación será definitiva o
no, pero mientras dure, yo seguiré aquí.
Katia fue consciente esa noche de
que seguramente también acabaría sus días allí ayudando a la gente que como
ella, solo buscaba sobrevivir. Y se sorprendió al sentirse feliz de poder servir
a los demás en un mundo en el que imperaba el egoísmo y la ley del más fuerte.
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