miércoles, 21 de diciembre de 2022

EN EL OTRO SENTIDO


2º PREMIO XIX CONCURSO DE RELATOS ”FRONTERAS” DE LA ASOCIACION DE RESIDENTES AFROMARECIANOS EN ESPAÑA AFRO
   
VITORIA-GASTEIZ DICIEMBRE 2022                                                                

Ni las previsiones más pesimistas de los científicos y movimientos ecologistas se habían siquiera acercado al tremendo desastre que, en cuestión de solo unos pocos años y mucho antes de lo previsto, estaba ocasionando el tan anunciado cambio climático en la Tierra. Este fenómeno había desplegado todo su poder destructivo de manera brutal y fulminante y había pillado con el paso cambiado a gobiernos y ciudadanos de todo el mundo. El planeta parecía haberse hartado de la irracional actuación del hombre en las últimas décadas y había decido tomarse la venganza de aquellos pobladores, que en teoría, eran los seres más inteligentes que lo habitaban. Y por lo que se estaba viendo, la Tierra estaba siendo implacable e inmisericorde con la especie humana, que de manera inconsciente e incomprensible se había dedicado a atacar a su propio planeta como si tuviese otro lugar alternativo en el que vivir. El amplio catálogo de cataclismos y su alto poder destructivo dejaba bien a las claras la superioridad manifiesta de la Tierra sobre la insignificante especie humana que hasta ahora se había creído invulnerable. Justamente se cumplía ahora una década de la tremenda sequía que azotó a todo el planeta y significó el primer gran evento natural para el que hombre no tenía apenas respuesta. La falta de lluvias vino acompañada de temperaturas elevadísimas e incendios incontrolados que se propagaron por gran parte de las zonas boscosas y agrícolas provocando la rápida desertización de millones de hectáreas y la pérdida de numerosas cosechas. De manera simultánea y como consecuencia de lo anterior, el nivel del mar se elevó rápidamente debido al deshielo en los casquetes polares y el agua salada inundó gran parte de las zonas costeras anegando numerosas tierras de cultivo, amén de contaminar innumerables acuíferos de agua dulce. Muchas poblaciones fueron literalmente engullidas por el mar, decenas de islas desaparecieron en cuestión de meses, millones de personas se quedaron sin abastecimiento de agua potable y en definitiva, el caos se empezó a instalar en toda la Tierra. Por si esto fuera poco, los incendios que en su mayoría eran de enormes proporciones, emitían ingentes cantidades de partículas nocivas a la atmósfera creando auténticas nubes tóxicas que causaban graves problemas respiratorios en muchas personas y tremendas dificultades en la navegación aérea. Para completar el desolador panorama y de manera diabólicamente sincronizada, terremotos, erupciones volcánicas y otros desastres naturales localizados de manera caprichosa por doquier, acabaron de inaugurar lo que ya se conocía como la Era del Cambio Climático y que parecía tener todas las características propias de un apocalipsis planetario. La población en muchos lugares del mundo vio como lo perdía absolutamente todo y el hambre, la sed y las epidemias se extendieron rápidamente por infinidad de territorios. Los más vulnerables, los enfermos y los ancianos fueron presa fácil y las muertes como consecuencia directa o indirecta del cambio climático se contaban por millones cada mes.

Las protestas contra unos políticos poco previsores en el mejor de los casos, cuando no auténticos ineptos en la mayoría de ellos, se iban incrementando así como el número de víctimas mortales por el uso de la violencia en muchas de estos tumultos. Comenzaron a ser frecuentes los saqueos a grandes almacenes de comida y se instaló un clima de inseguridad ciudadana que era aprovechado por personas sin escrúpulos para cometer todo tipo de actos violentos y delictivos. En la mayoría de los países se decretaron los estados de sitio, alarma o emergencia con el despliegue generalizado de sus respectivos ejércitos para intentar atajar el clima de inseguridad y violencia que se había instalado. El mundo parecía estar en estado de guerra permanente frente a un enemigo invisible a la par que invencible.

Tras dos años de un calor sofocante que se mitigaba algo en invierno y en latitudes más septentrionales, el caprichoso clima sufrió un giro brusco e inesperado y dio paso a un periodo de frío intenso y aterrador, con incesantes tormentas de nieve, huracanes, tornados, ciclones e inundaciones a diestro y siniestro. El súbito descenso en las temperaturas provocó que el mar se congelara en amplias regiones de Europa, América del Norte y zonas australes del hemisferio sur. Muchos países fueron prácticamente borrados del mapa al haber perdido primero gran parte de su territorio costero con la subida inicial del mar y posteriormente con la congelación de este. Casi la mitad del planeta se convirtió en territorio inhóspito para el ser humano en cuestión de cinco años. Esta rápida transformación fue demasiado rápida para unos gobiernos lentos de reflejos e inoperantes y que no habían previsto este tremendo cambio de escenario. El transporte quedó colapsado al ser casi imposible viajar por mar y muy arriesgado hacerlo por aire, mientras que la mayoría de las carreteras y vías férreas estaban intransitables gran parte del tiempo, ya fuese por la nieve ya por accidentes que las bloqueaban. Además, los combustibles empezaban a escasear de manera alarmante debido a las dificultades en el suministro que finalmente tuvo que ser asumido por la mayoría de los ejércitos que ahora estaban desplegados por las calles congeladas de medio mundo. Los bienes de primera necesidad apenas llegaban a la población y ya eran frecuentes en cualquier lugar las reyertas a muerte para conseguir víveres o agua. A pesar del llamamiento a la calma  de las autoridades, en numerosos países, sobre todo del norte de Europa, auténticas riadas de personas desesperadas comenzaron a desplazarse hacia el sur en busca de poder sobrevivir ante aquellas inhumanas condiciones que no parecían fuesen a mejorar, puesto que los científicos no auguraban en sus pronósticos un cambio a mejor, sino todo lo contrario. Todas las previsiones indicaban que aquella sucesión de sequías y temporales de frío se alargaría sine die sin que nadie pudiese prever ni la duración ni la secuencia concreta de esos episodios. Los principales países habían creado un organismo científico a nivel mundial para estudiar estos inesperados cambios climáticos e intentar desarrollar tecnologías que permitieran controlar de alguna manera los fenómenos meteorológicos. Sin embargo estas investigaciones estaban poco avanzadas y no se preveía que tuvieran fruto hasta, al menos, cinco o diez años en el mejor de los casos, cuando tal vez ya fuese demasiado tarde.

 Katia Larsson tenía 35 años y había vivido toda su vida en Malmö, una importante ciudad en el sur de Suecia. Allí había nacido, crecido y sido feliz durante muchos años. En su ciudad los inviernos eran duros pero a lo largo del año, durante bastantes meses, el clima era benigno y la calidad de vida era muy buena. Sin embargo, todo eso se fue al traste desde que comenzó la Era del Cambio Climático. Malmö, como el resto de Suecia, quedó congelada bajo una gruesa capa de agua, en parte salada y la vida allí se volvió casi imposible. La gente intentaba sobrevivir pero pronto se fueron dando cuenta de que aquella situación no podía prolongarse durante mucho más tiempo sin que todos perecieran de frío o inanición. Katia era maestra pero hacía ya unos cuantos años que no ejercía debido a que las escuelas suecas habían tenido que cerrar sus puertas y ahora solo tenía un alumno, su pequeño hijo Olaf que tenía ocho años y había nacido al comienzo de este infernal periodo. Katia había perdido en estos últimos años a muchos seres queridos, primero fue su padre, que ya estaba enfermo antes de que empezase todo, pero que no pudo superar el primer año de intensa sequía y asfixiante calor unida a un extraño virus que afectó sobre todo a los países escandinavos. Al poco, su madre siguió el mismo camino y hacía tan solo unos meses, su marido y padre de Olaf había muerto a disparos del ejército cuando miles de personas intentaban saquear unos grandes almacenes en busca de alimentos. Esto fue un duro mazazo para Katia y solo la presencia de su hijo le animaba a luchar por seguir viviendo. Estaba sola con su pequeño, sin familia, sin apenas que comer y sin ninguna perspectiva que le diera algo de esperanza para el futuro. Como muchos otros suecos se empezó a plantear la opción de huir de aquel congelador hacia el sur, a zonas más habitables porque ya no era solo la falta de alimentos, sino que el suministro eléctrico cada vez sufría más cortes y siempre cabía la posibilidad de que la interrupción fuese definitiva. El problema era que solo la franja central del planeta, entre los dos trópicos, ofrecía unas mínimas condiciones de habitabilidad para el ser humano y la población mundial se estaba concentrando de manera masiva allí y ya estaban apareciendo otros problemas derivados de la superpoblación y falta de recursos para todos. Sin embargo, para la gente del norte como Katia no había otra salida que emprender un largo y arriesgado viaje hacia no se sabía bien dónde. Como en otras épocas, la emigración era la única salida viable para la Humanidad y su ancestral instinto de supervivencia y no habría muros ni vallas con cuchillas que pudieran parar aquellas oleadas de gente desesperada. Katia estaba al tanto de las expediciones que se organizaban para abandonar Malmö en dirección primero a Copenhague y desde allí a Hamburgo. Todavía, aunque a duras penas, funcionaba internet y gracias a eso pudo alistarse en una columna humana que partiría a pie desde su ciudad a la capital de Dinamarca. Aquel viaje lo había hecho ella muchas otras veces en su vida y no duraba más de cuarenta minutos en tren, coche o autobús. Ambas ciudades estaban unidas por el puente de Öresund y era un trayecto muy cómodo y agradable hasta que el puente se vino abajo en distintos tramos por la caída de algunos pilares, y los gobiernos, prácticamente inoperativos, no sabían o no podían repararlo. Ahora los cuarenta kilómetros que separaban ambas ciudades los tendrían que realizar a pie, casi siempre sobre el puente y otras veces sobre el Báltico helado. Katia y Olaf se prepararon lo mejor que pudieron para iniciar esta expedición hacia lo desconocido huyendo de una muerte segura.

-Vamos Olaf, coge tu mochila que partimos, le dijo Katia a su hijo intentando que aquella expedición pareciese una alegre excursión. El niño era ajeno a aquella zozobra pero ella tenía mucho miedo de lo que pudiera pasarles por el camino. Con un nudo en la garganta y unas lágrimas que empañaron sus ojos, cerró con llave por última vez la puerta de su casa. Aquel sencillo gesto suponía enterrar para siempre buena parte de su vida y sus recuerdos, abandonando el que fue su hogar a su suerte en mitad de una árida estepa helada y solitaria. A los pocos metros, tuvo que soltar la mano de su hijo para limpiarse los ojos y no pudo evitar girar la cabeza y contemplar por última vez lo que fue una feliz morada durante muchos años de su vida. El recuerdo de su marido, sus padres, sus amigos, su infancia, quedarían para siempre en su memoria pero probablemente en pocos años, todo aquello que estaba viendo ahora sería enterrado por alguna tormenta de nieve.

-Pronto volveremos otra vez, le dijo a su hijo sabiendo que eso era tan solo un deseo y que hacerlo realidad iba a ser prácticamente imposible.

Aquella expedición se había organizado espontáneamente en internet por gente del barrio donde vivía Katia. Muchos se conocían y todos iban con el mismo gesto compungido de tristeza y resignación, bien abrigados y cargados con lo poco que podían llevar encima: documentación, tarjetas, dinero en metálico, móvil y cargador, algo de comida y un poco de ropa y calzado de repuesto en mochilas y maletas con ruedas. Iban familias enteras, parejas sin hijos, jóvenes, ancianos, hombres, mujeres, nadie quería quedarse ya en lo que se había convertido en una ciudad fantasma y helada. El trayecto hasta Copenhague era relativamente corto y antes de partir la columna, ya habían obtenido plaza en uno de los campos de refugiados que el gobierno danés había instalado en las afueras de la capital para intentar organizar el caos en que se había convertido la ciudad. Al menos dormirían allí una o dos noches hasta conseguir billetes de tren hasta Hamburgo, aunque siempre había que contar con las inclemencias del tiempo que podían retrasar el viaje durante días o incluso semanas. El ferrocarril funcionaba de manera aceptable pero a veces las vías quedaban sepultadas bajo toneladas de nieve y la circulación tenía que ser suspendida sin que nadie supiese a ciencia cierta cuándo se podría reanudar. Casi siempre eran los propios pasajeros los que, armados de palas, quitaban a mano ellos mismos las montañas de nieve que impedían el tránsito de los trenes. Sin embargo, en esta ocasión, el grupo de Katia tuvo suerte y a los dos días de estar en tierras danesas pudieron embarcar en un convoy con destino Hamburgo e hicieron el viaje sin incidencias reseñables. Al llegar a la gran ciudad del norte de Alemania, la anarquía era aún mayor debido a la presencia de decenas de miles de personas que confluían en aquella gran urbe alemana con idea de continuar hacia el sur. El siguiente destino solía ser preferentemente Düsseldorf, ciudad cercana a la frontera belga, para luego pasar desde allí a Bruselas o directamente a París. En Hamburgo el contingente sueco se disgregó y cada uno se buscó la vida como pudo porque era materialmente imposible que un grupo tan numeroso permaneciese unido. Katia y Olaf formaron un grupo más reducido con otras mujeres solteras y dos parejas jóvenes con un par de niños pequeños cada una. Algunas se conocían de antes pero otras habían trabado cierto afecto durante el viaje. La tristeza era patente en todas ellas porque cada persona tenía una dura historia detrás y un futuro incierto por delante, pero los adultos intentaban disimular ante los pequeños para que aquello no pareciese un funeral y se extendiera una sensación de esperanza que en realidad nadie se acababa de creer del todo.

-Cuánta gente hay aquí, mamá, me da mucho miedo, le confesó Olaf en voz baja a su madre viendo la masa humana que había.

-No te preocupes cariño, muy pronto nos iremos a otra ciudad donde haga mejor tiempo y podamos vivir felices, te lo aseguro, le contestó Katia mientras lo abrazaba con fuerza. Podrás ir a una escuela con otros niños y jugar en la calle, ya verás qué bien te lo vas a pasar.

El gobierno alemán todavía funcionaba decentemente a pesar de las dificultades y las avalanchas de inmigrantes que invadían sus ciudades. Era cierto que toda aquella gente estaba solo de paso pero su sola presencia les obligaba a disponer de unas infraestructuras y personal adecuados para atender a las miles y miles de personas que huían del frío y la miseria del norte y este europeos. Obviamente, también se contaban por millones los alemanes que estaban migrando al sur y esto permitía a las diligentes autoridades germanas disponer de edificios vacíos en los que albergar a las personas que transitaban por el país. Con su eficacia habitual conseguían que la gente no estuviese muchos días en suelo alemán y de esta manera evitaban trifulcas o revueltas por falta de alojamiento o comida, aunque esta última ya tenía que ser racionada porque escaseaba bastante. El grupo de Katia pronto comprobó que eran un blanco fácil para los ataques de algunos militares sin escrúpulos que veían en aquellas suecas una presa fácil para saciar sus más bajos instintos y para ello no escatimaban en el uso de la violencia o la coacción aprovechando su autoridad. Una de las compañeras de Katia sufrió un intento de violación en los servicios de la misma estación de tren y otras tuvieron que padecer vejaciones y humillaciones para poder obtener los billetes hacia Düsseldorf, la siguiente parada de la pesadilla que estaban sufriendo. Al menos en Hamburgo estuvieron alojadas en un edificio en el que disponían de camas, mantas y duchas. En Düsseldorf, al suroeste de Alemania, el gentío, si cabe, aún era mayor que en Hamburgo porque a las personas de los países escandinavos se unían muchas otras procedentes de Centroeuropa y Rusia. El grupo de Katia ya era consciente de que su situación era bastante precaria y decidieron unirse de nuevo a otro más numeroso de compatriotas en los que había algunos hombres más con sus respectivas parejas y niños. Uno de los hombres era un policía de Estocolmo que portaba su arma reglamentaria, lo que daba una gran sensación de seguridad dentro del caos generalizado. Por fortuna, el grupo de Katia no tuvo que esperar demasiados días en Düsseldorf para poder tomar un tren a Bruselas, capital europea y lugar crucial de esta huída masiva del frío y la muerte segura. Allí, las autoridades de la UE, que increíblemente aún seguía operativa aunque a duras penas, habían montado un gran dispositivo para atender el incesante flujo migratorio. La prioridad era facilitar el tránsito para que las personas no se acumulasen allí y se produjeran incidentes ante la falta de comida o techo donde guarecerse de las inclemencias meteorológicas. Los trenes hacia París eran incesantes por tratarse de la única manera de continuar el éxodo hacia la tierra prometida. No obstante, las colas para poder obtener un pasaje en aquellos trenes eran interminables y el grupo de suecos tuvo que permanecer casi una semana malviviendo en Bruselas alojados en un pabellón deportivo hasta que consiguieron los billetes de tren a la capital francesa. Durante esa semana fueron testigos de numerosas peleas para obtener comida, agua o mantas y fueron conscientes de que pronto el caos se adueñaría de aquel símbolo europeo y que ahora era tan solo algo parecido a un campo de refugiados donde se podrían hacinar millones de personas desesperadas.

A pesar de que seguían su viaje al sur, el tiempo no mejoraba lo más mínimo y al llegar a París una intensa tormenta de nieve y granizo les dio una irónica bienvenida. Si en Bruselas o Düsseldorf había gente, en París había mucha más porque también era el punto de llegada para todos los británicos e irlandeses que huían de las islas. El grupo de Katia constató nada más llegar que sería casi imposible obtener un billete de tren hacia la frontera española en un tiempo razonable debido a la gran demanda y escasa oferta de asientos. No tardaron en averiguar que existía una especie de mercado negro para el transporte de personas en autobuses y camiones equipados con ruedas para el hielo y que, si bien eran bastante caros, lentos y peligrosos, se convertían en su única vía de escape de la ciudad parisina a corto plazo. Entre todos los suecos del grupo consiguieron reunir la cantidad de dinero necesaria para alquilar un autobús que los llevaría hasta Irún, ya en territorio español. Tuvieron que pagar una cantidad desorbitada pero no quedaba más remedio si querían salir de la ratonera en la que se había convertido París. Al iniciar el trayecto pudieron apreciar como milagrosamente, la Torre Eiffel aún permanecía en pie semienterrada en nieve, desafiando a los temporales, aunque ahora nadie se molestaba en acercarse a los Campos Elíseos a visitarla. Katia no pudo reprimir unas lágrimas al recordar a su marido y el maravilloso viaje de novios que los trajo a París cuando la vida aún les sonreía. Las condiciones de las carreteras para circular eran muy complicadas por el hielo, desperfectos, vehículos averiados o abandonados y el fortísimo viento que se había adueñado de las llanuras galas. Sin embargo aquel día el sol se hizo un hueco en el nublado cielo y eso alegró a los expedicionarios que llevaban bastantes días sin ver un mísero rayo solar. Desde que salieran de Suecia, habían perdido algo de peso y bastante dinero en el transporte y en adquirir comida, aunque al menos nadie había sufrido ninguna enfermedad grave aunque bien es cierto, que los hospitales y servicios sanitarios, aunque no daban abasto, trabajaban todavía con cierta eficacia a pesar de que muchos de sus trabajadores también habían decidido marcharse al sur.

Salieron de París bien temprano en un autobús que parecía bastante moderno y cómodo pero a los pocos minutos comprobaron que el vehículo no podría ir muy rápido si no querían sufrir algún derrape por el hielo. El conductor no pasaba de los 30-40 km/h y a ese ritmo ya advirtió a los pasajeros que deberían hacer noche en Limoges, una ciudad en el centro del país situada a medio camino entre París y la frontera española a unos 400 kilómetros de distancia de ambos puntos. Allí dormirían dentro del propio autobús para que el chófer descansara y evitar los peligros de la noche en mitad de una carretera que más bien parecía una pista de patinaje. Las previsiones del conductor se cumplieron a pesar de algunas paradas obligadas por accidentes que bloqueaban la marcha durante interminables minutos, aunque el radiante sol mitigaba en parte aquel triste peregrinaje. Hicieron noche en una desangelada área de servicio donde pudieron comer y beber algo pagando los bocadillos a precio de caviar, pero así era el mercado y la ley de la oferta y la demanda que no entiende de necesidades ni de emergencias humanitarias y más bien aplicaba aquello de a río revuelto, ganancia de pescadores.

A la mañana siguiente, bien temprano, partieron hacia Irún con la ilusión de que la situación mejorase conforme se acercaban más al sur de Europa. Sin embargo, aquella mañana, al poco de arrancar la marcha, comenzó a diluviar y el limpiaparabrisas del autobús no era capaz de evacuar toda el agua nieve que golpeaba la parte delantera del vehículo. La velocidad, si ya era lenta, comenzó a serlo aún más para no tener una desgracia. Algunos autobuses y camiones decidieron parar en la cuneta a la espera de que amainase el temporal pero el chófer de la expedición sueca decidió continuar aunque fuese a paso de tortuga. El tiempo mejoró un poco y por fin, ya bien entrada la noche, llegaron al paso fronterizo de Irún donde se acumulaban camiones y autobuses cargados de rostros pálidos y demacrados que miraban con total ausencia y cansancio a los policías de la frontera.

El autobús, siguiendo instrucciones del operativo que organizaba la llegada de los inmigrantes, aparcó cerca de un polideportivo donde les esperaban efectivos de la Cruz Roja que acompañaron a los fatigados escandinavos dentro de la instalación cubierta donde, al menos, estarían al abrigo del frío polar de la noche. Allí ya había bastantes personas y era patente que las autoridades españolas a voluntad, estaban desbordadas ante las avalanchas humanas que no cesaban. Katia y sus compañeros recibieron un bocadillo y un botellín de agua al entrar al recinto y les asignaron unas colchonetas en el suelo donde podrían dormir al menos esa noche, porque nadie sabía que pasaría al día siguiente. El deseo de todos era continuar la marcha sin mayor dilación pero a veces eso no era tan fácil. Después de algunos días, Katia pudo ducharse y asear un poco a Olaf. Ya se habían acostumbrado a convivir con la falta de higiene por lo que aquello parecía todo un lujo. Aquella noche podrían dormir más tranquilos y con mejor ánimo porque ya habían completado buena parte del camino.

-Ya estamos en España Olaf, en el sur de Europa, muy pronto dejaremos de viajar y podremos quedarnos a vivir en un sitio nuevo y muy bonito, donde seremos felices, le contaba Katia a su hijo mientras este se quedaba dormido abrazado a su inseparable oso de peluche.

La idea de todos era llegar cuanto antes a Madrid y de ahí al sur de España donde había varias posibilidades de pasar al continente africano. La situación en la Península Ibérica no era tan calamitosa como en la mayoría de los países europeos y algunos de los que huían del norte preferían quedarse aquí durante una temporada antes de dar el salto al continente africano. Pero el Gobierno español, ante la presión popular, impedía la estancia durante más de dos meses a todos los emigrantes, que a pesar de ser ciudadanos europeos, debían seguir su camino o volver a su lugar de origen, cosa que todos sabían que era totalmente impensable. A pesar de esta prohibición, el sur de España y Portugal se había llenado de europeos que al contrario que en décadas anteriores, no eran turistas con alto poder adquisitivo que dejaban gran cantidad de divisas, sino pobres desgraciados que venían con lo puesto y necesitaban ayuda humanitaria de manera continuada lo que provocaba un gasto tremendo al gobierno español. En España se había instalado una economía de guerra al derrumbarse los dos pilares básicos de su crecimiento, el turismo y la agricultura. No obstante, de momento las condiciones climáticas eran menos adversas que en el norte y todavía se podían cultivar la mayoría de las tierras y obtener cosechas que paliaban el hambre que acechaba a todo la población, aunque se trataba de producciones más que nada para autoconsumo en la mayoría de los casos. En zonas costeras incluso se podía salir a pescar aunque con gran peligro por las difíciles condiciones marítimas casi todos los días. Los transportes también se habían resentido bastante pero funcionaban mejor que en otros países europeos y eso permitió a los migrantes suecos llegar sin muchas dificultades a Madrid y desde allí, sin tener que esperar mucho tiempo, a Andalucía. Algunos estaban decididos a seguir sin más dilación su ruta hasta los países africanos donde la vida era mucho más llevadera debido al clima más benigno, por esta razón muchos de ellos fueron hasta Algeciras para intentar cruzar el estrecho. Otros preferían descansar una temporada en estas tierras menos castigadas por la cruel meteorología y llegaban a las grandes ciudades andaluzas donde los antiguos Centros de Internamiento de Extranjeros, se habían transformado en lugares de acogida para europeos. No obstante, la convivencia era ya muy complicada porque los robos, ajustes de cuentas y demás actos violentos se sucedían cada vez de manera más continuada, creando una sensación de gran inseguridad en la población local. Además las condiciones climáticas poco a poco también estaban haciendo mella en esta parte de España que se había librado de lo peor en un primer momento pero que ahora ya estaba sufriendo los rigores de las nuevas pautas meteorológicas.

Katia y Olaf junto con otras familias suecas decidieron acercarse a la costa para averiguar la mejor manera de pasar a África por vía marítima ya que, a pesar de que había algunos vuelos, el precio prohibitivo impedía que personas sin grandes recursos económicos pudiesen hacer el viaje en avión y además eran frecuentes los accidentes aéreos ocasionados por los numerosos tornados y vendavales, lo que retraía a mucha gente de usar este medio de transporte.

Y ahora venía lo más complicado de este calvario. Marruecos se había blindado y sus autoridades habían prohibido la entrada de más europeos. El país se había convertido en la principal puerta de entrada de los inmigrantes y los países de llegada en el centro del continente habían presionado a las autoridades marroquíes para que cerraran sus fronteras marítimas y terrestres de Ceuta y Melilla e impedir así la entrada de más gente, dado que la situación en esos países al principio era buena y acogían con agrado a los nuevos pobladores pero ahora habían comprobado en sus propias carnes los problemas que ocasionaba la superpoblación y la emigración incontrolada y estaban alcanzado niveles críticos de superpoblación. Eran países muy limitados en recursos y no estaban preparados, ni mucho menos, para estas continuas avalanchas. Al principio, vieron una oportunidad de progreso al recibir a personas cualificadas y que podían levantar las economías locales, y los primeros años así fue, pero poco a poco, la llegada de más y más personas acabó colapsando unos servicios públicos cuya estructura era demasiado endeble o casi inexistente. Otra paradoja que se dio fue ver como Marruecos instalaba vallas con cuchillas en los pasos fronterizos de Ceuta y Melilla para que las ciudades norteafricanas no sirvieran de coladero para acceder a suelo marroquí. Además, la guardia real no dudaba en disparar a los desesperados que se atrevían a intentar cruzar la valla aunque a veces lo lograban a base de jugarse el pellejo. En esta coyuntura, no era de extrañar la proliferación de mafias en el sur de España y en el norte de Marruecos para el traslado clandestino de migrantes europeos a las costas africanas a través de pequeñas embarcaciones a motor. Las hasta hace pocos años conocidas como pateras volvían a surcar las aguas del Estrecho de Gibraltar pero esta vez en sentido contrario. Era un trayecto corto pero caro y sobre todo muy peligroso, tanto por las condiciones del mar y la falta de escrúpulos de las mafias, como por la vigilancia de las patrulleras marroquíes que no se andaban con miramientos y ya habían disparado a más de una de estas frágiles embarcaciones. Se contaban por centenares los muertos tanto por estos incidentes, como por los naufragios que se producían inevitablemente cada cierto tiempo y era frecuente la aparición de cadáveres en las playas andaluzas, ahora casi desiertas de turistas. La gente que lograba pisar suelo de Marruecos luego debía comenzar la última etapa del viaje, pero sin duda la más dura y peligrosa ya que tenían que atravesar países menos desarrollados y con menor seguridad. Algunos elegidos podían quedarse en el país marroquí como residentes pero este privilegio solo estaba al alcance de personas de muy alta cualificación profesional.

El pequeño grupo de Katia y Olaf llegó a las inmediaciones de Motril con la intención de cruzar el estrecho aunque el miedo en todos ellos era evidente y no acababan de decidirse. Alguien tenía información de que en algún cortijo cercano a la ciudad, una ONG sueca albergaba a personas de manera altruista mientras intentaban cruzar el Mediterráneo. Tras unas horas de búsqueda desesperada, lograron encontrar el cortijo en una de las colinas que rodean Motril. En el refugio ya había algunas personas recuperándose antes de continuar con su viaje más al sur todavía. Allí les recibió Sven, que a pesar de su nombre escandinavo resultó ser un menudo hombre de raza negra  que rozaría los cincuenta años de edad. Su barba blanca que recordaba a la de Nelson Mandela o Morgan Freeman, vaya usted a saber, le daba un aspecto de bondad que luego comprobaron que era totalmente merecido. Más tarde, Katia, hablando con él, conoció su increíble historia personal que encerraba cierto paralelismo con la suya. Los padres de Sven llegaron desde Costa de Marfil hasta Suecia atravesando medio mundo en busca de una vida digna. Allí nació Sven, en Malmö, como ella y Olaf. Sven era médico y había decidido ayudar a los europeos que huían del inhóspito norte y montó una red de refugios en el sur de España para dar cama y comida a la gente que necesitaba un descanso antes de cruzar el Estrecho. Katia tenía mucho miedo de pasar a África, sobre todo por su hijo y no se lo ocultó a Sven, que la tranquilizó al respecto:

-Puedes quedarte el tiempo que haga falta. Mientras, puedes ayudar en la acogida a los nuevos refugiados y dar clases a los niños.

A Katia no le pareció mala idea quedarse por el momento en Motril. Podía ayudar a otras personas y retomar su vocación de maestra, la idea de la escuela le produjo una alegría tan grande que no recordaba ya cuando fue la última vez que había sentido algo parecido. Las condiciones de vida eran bastante duras y poco confortables comparadas con la vida que llevó en Malmö en los buenos tiempos pero tampoco se podía quejar, no le faltaba un techo y tres comidas diarias, y sobre todo, veía a su hijo contento. aprendiendo y jugando con otros niños. Los meses pasaban y la meteorología empeoraba cada vez más también en Motril, donde el turístico nombre de Costa Tropical era un macabro recuerdo del pasado. El flujo de personas hacia el sur era incesante y en pocos años gran parte del hemisferio norte quedaría casi despoblado. Katia se había adaptado bien a aquella nueva vida al igual que Olaf y allí eran felices ayudando a los demás, sobre todo a los niños que llegaban cansados y asustados. La escuela funcionaba a pleno rendimiento y Katia tenía cada vez más alumnos. Una noche, en un momento de descanso la mujer le preguntó a Sven por qué seguía allí y no volvía a su país.

-Mis padres me contaron que cuando salieron de África, lo pasaron muy mal, sufrieron muchas penalidades y casi mueren al cruzar el Estrecho en busca de una vida digna en Europa. Se toparon con gente cruel y despiadada pero la gran mayoría fue generosa y les ayudó desinteresadamente. Por circunstancia de la vida llegaron hasta Suecia y allí fueron felices y guardan muy buenos recuerdos de esos años en Malmö. Hace tiempo que regresaron a Costa de Marfil, son muy mayores y no pueden estar aquí colaborando como sería su deseo. Por eso lo hago yo, quiero devolver toda la solidaridad que ellos recibieron, es mi obligación ayudar al que solo busca simplemente vivir, como lo hicieron mis padres en su día. No sabemos si esta situación será definitiva o no, pero mientras dure, yo seguiré aquí.

Katia fue consciente esa noche de que seguramente también acabaría sus días allí ayudando a la gente que como ella, solo buscaba sobrevivir. Y se sorprendió al sentirse feliz de poder servir a los demás en un mundo en el que imperaba el egoísmo y la ley del más fuerte.

No hay comentarios:

Publicar un comentario